La coincidencia de que dos personas dancen
juntas sobre el lienzo pavimentado en los granos de arena de aquel reloj
agujereado. Las manos que se entrelazan elegantemente y palpan los cuerpos
humedecidos por el roce. Las piernas que se amarran, que se atan, como cabos en
el puerto sujetando la vida para que no se escape con la corriente. Los ojos se
penetran intensamente, hasta fundirse en una sola mirada bajo el fulgor
apasionado del destino. Las bocas se enredan gritando en silencio todo aquello
que se cruza por el virgen papiro de sus mentes, dejando escapar palabras de su
cárcel de calcio, forzadas por el respirar entrecortado, por el impulso, por la
inmediatez. Por la necesidad animal de decir lo que se siente antes de lo que
se piensa.
Los dedos se aferran a las estalactitas de
hueso, saboreando la sal que emana de su pendular alborotado. Las bocas se
pierden y todo se vuelve carne, se vuelve vino. El aire escapa agotado y salta
lo más lejos que sus fuerzas le permiten, mientras un quejido ahogado se esconde
entre la delicada garganta. El manto lunar se contrae bajo el peso de los
cuerpos mientras el rocío dibuja estelas sobre las espaldas contorsionadas. Las
cicatrices del ruido sanan bajo el más solemne silencio, las manos se toman
entre sí y los dedos se reconocen entre el universo que los separaba hace un
momento, culminando en un abrazo intimo y sincero.
Los rostros se enfrentan y solo queda la calma que dejó el huracán a su paso. Párrafos cruzan las sienes y las pupilas se pierden mirando al cielo. Las manos se toman con más fuerza que antes, como si el destino nunca más planeara separarlas. Y es que esa es la verdad. El momento será eterno, un instante fugaz y perenne, un recuerdo enmarcado en la piel, tatuado con sudor, sangre y vida.
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