Una idea revolotea la cabeza, como un pájaro esperando encontrar la puerta de su jaula abierta, batir las alas y echarse a volar hacia un horizonte lleno de incertidumbres color bosque, con olor a mar, suaves como el blanco recién nevado, sabor atardecer, con ecos de montañas. Un ave de casa, al acecho del momento justo, el instante ideal, para caer en picada sobre el único agujero que le permite escapar de este hueco pensadero. Eso es, para mí, una idea.
Las encuentras montando la brisa en bandadas, o solitarias como un gato merodeando los recovecos de un barrio ajeno. Las hay grandes, casi galácticas, y otras más pequeñas, como partículas. No se confundan, que el río más grande no es el que hace más ruido. A veces encontramos una pequeña idea que penetra nuestra sien, como una aguja entrando en lo más profundo de un pajar. Y otras tantas veremos como una idea es tan fantabulosamente enorme que es imposible concebirla dentro de una sola vida.
Hay ideas virulentas, que se pegan sin siquiera tocarse, sin conocerse, sin saber de la existencia de un otro, del ajeno, de la personalidad apersonal de quien no se apersona frente a la persona que concibe la idea. Las existen enredadas, como esas carreteras que vistas desde un ojo de águila no hacen sentido alguno, aunque tras el volante no haya forma de perderse.
En fin, existen ideas e ideas. Pero nunca habrá nada más tuyo, ni nada más mío, que esa idea que me compartes, que ese concepto que recibo, que abrazo, que palpo, huelo, veo, saboreo y oigo. Porque cada vez que piense en tu idea, será esa sonrisa la que se me vendrá a la cabeza, probablemente atiborrada de las perlas blancas de nuestras memorias compartidas. Cada vez que escuche la canción que compusiste, me acordaré de las risas entre estrofas y versos. Detrás de ese rápido bosquejo, tus ojos me observan con la misma intensidad que el día que me mostraste tu arte.
Pienso en ti, luego existimos.
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