El fuego es una herramienta, un instrumento puesto a nuestro servicio desde primitivos tiempos. El fuego es la reacción química que se produce cuando la composición base de una sustancia combustible es alterada por un factor ignitor, un encendedor, que puede ser una chispa o una brasa. Algo así recuerdo de una antiquísima clase a la que debería haber puesto más atención. Podemos resumir en que el fuego es un efecto, una consecuencia, y para que ocurra se necesita un combustible, y que este sea alterado de manera tal que combustione.
Así puestas las cosas, el fuego es de uso natural a estas alturas. No es más que un dato para la causa el comentar que uso fuego a diario, y considerándome medianamente letrado, no logro explicar de manera precisa la forma en la que se crea. Se que si una chispa alcanza gas metano se prende una llama, y que lo mismo ocurre si una mecha untada en alcohol es calentada con una lupa hasta una determinada temperatura. La cual no conozco. Pero se cómo funciona el fuego. En parte.
De cierta manera, y al menos en lo que hasta este momento escribo, uno podría suponer que el fuego es algo que tengo dominado, cuyo uso se me hace común, corriente, cotidiano. Que por ende no debería tenerle miedo alguno. Que tal vez es solamente un instrumento sumiso que hace lo que yo le diga. Y podríamos decir que si, podríamos hablar que del fuego creado por mí, cuya combustión fue obra de este narrador, está bajo control.
Pero el fuego es naturaleza, es arrebato, descontrol, movimiento, evolución. Existe desde antes que el hombre, y no seríamos lo que somos si lo fuera por que este se nos presentó a sí mismo. Nosotros le tuvimos (tenemos) un miedo de muerte, nuestro instinto es evadirlo, evitarlo, usarlo solo en la medida que sea necesario. Jamás jugar con el, y considerar a quienes lo hacen como locos, funambulistas, circenses, alterados o personas con trastornos pirómanos. Tenemos razones para hacerlo.
La regla del treinta, treinta y treinta es clara. Treinta o más grados Celsius de calor, con vientos de más de treinta kilómetros por hora, junto a una humedad inferior al treinta por ciento, resulta en un incendio inminente. Caos desatado, un campo de guerra donde los soldados que nos protegen de perdernos en el inmolador abrazo del fuego, son los bomberos, seres preparados para ese momento, así como tantos otros, y sobre los cuales descansamos cuando lo peor ocurre.
Cada verano nos acordamos de ellos, unos más que otros. Suelen devorar los titulares entre enero y febrero, mas se pierden en el silencio durante el resto del año. Ahora nos quejamos de las pocas herramientas con las que cuentan, que el presupuesto, que la desidia, que la negligencia estatal. Hago el mea culpa de pensar así, y al momento siguiente recordar todo el año, en el que no hice el más mínimo esfuerzo por dar un ápice de apoyo a esa honorable institución.
Terminará el caos, eventualmente siempre lo hace. Contaremos techos, hectáreas y cuerpos. Se repartirán medallas, propondrán proyectos y comenzarán fundaciones. Lo mismo todos los años. Escribirlo no tengo la menor idea si tendrá algún efecto interno, si enserio cambiará algo en mí. Espero que el hacerlo me permita acordarme de dar el minúsculo grano de arena que puedo aportar para apagar este incendio. O al menos sentirme un hipócrita por no hacerlo.
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