Hoy
encontré un unicornio azul. No tenía riendas ni montura, solo un cuerno de
marfil entre ceja y ceja. ¿Cómo lo encontré? A decir verdad no lo encontré yo a
él, sino todo lo contrario. Estaba aprovechando una cálida tarde de primavera,
caminando por el recorrido que me ha visto crecer los últimos cincuenta años.
Era un buen día, había renunciado al trabajo que consumió mi juventud,
olvidando los prejuicios y las inquietudes, corría viento que elevaba los
cuatro pelos que me quedan en la cabeza como volantines en septiembre. El
camino a casa es el mismo que he tomado toda mi vida, no por miedo a probar
cosas nuevas ni por caminar sobre el calendario en inquebrantable rutina, sino
solo por que era un lugar que me causaba una sensación de tranquilidad
absoluta, infinita. Adoquines de concreto unidos descuidadamente para atravesar
un pequeño parque, cruzando un pasaje donde el sol no penetra el frondoso y
verde follaje ni en los días más calurosos de verano, y donde la lluvia solo
corre por las canaletas naturales, deslizándose tímida por las ramas y troncos
que forman el verde pasaje, para llegar a los pies de los árboles, humilde y
mansa, para dar vida y color. Cada vez que entraba en este místico paraje,
despegaba los ojos de mis gastados zapatos, opacos por dar tantas vueltas al
reloj, y miraba hacia el horizonte verde, viendo como el pequeño camino de
adoquines grises se convertía en un pasaje de vida, de esperanza. Era un
proceso revitalizador, donde caminaba dejando que las ramas bajas acariciaran
mi cabeza con sus suaves y delicadas hojas, mientras sentía como las ramas
inmortales se estremecían bajo mis pies.
Ahí
lo vi, majestuoso, azulino, elegante, extraordinariamente ordinario. Era todo
lo que había escuchado en épicos cuentos infantiles, y mucho más. La crin
brillaba como luces marinas en la oscura noche lunar, como astros celestes
recorriendo el universo ante los ojos expectantes de quienes lo verán una vez
en su vida. Ojos equinos y majestuosos observaban como un pequeño anciano,
atónito, contemplaba la extraordinaria ocurrencia de ver a un mítico personaje
de sueños e historias frente a sus ojos. Sin pensar en lo que estaba haciendo,
di un paso hacia adelante, y contra toda lógica, el unicornio no escapo, no
adoptó una postura agresiva ni me amenazo con su cuerno marfiloso, solo levanto
la cabeza y dejó ver la inmensidad de su noble casta. Sus largas piernas y
fibrosos músculos me hacían recordar a los portentosos caballos ingleses. En
ese minuto la naturaleza equina me era sumamente ajena y no fue hasta tiempo
después que decidí culturizarme en el tema.
Contra
toda lógica, di otro paso adelante, quedando a veinte centímetros y fracción de
una criatura que solo había visto en mis mejores sueños, y que ahora estaba en
frente de mis ojos. Ahora, para ser honestos, hasta el día de hoy no entiendo
porque es de color azul y no de un blanco, puro, como lo describían en cada
cuento, mito y leyenda, pero la verdad es que a través del tiempo suelen
perderse algunos detalles, y sustituirse algunos por otros más pintorescos. El
mítico animal acercó su cabeza hacia mi mano, y a pesar de mi estupefacción y
sorpresa, pude reaccionar y acercar mis dedos hacia la amplia frente del
animal. De niño me enseñaron que a los caballos se les debe acariciar primero
en la frente, un poco sobre los ojos, y luego ir bajando hasta que puedan oler
tu mano, para que luego reconozcan tu esencia y olviden el miedo natural de los
animales para con los humanos. No los culpo, todos le tienen miedo a los
humanos, incluso nosotros mismos. El unicornio me miro a los ojos, y vi una
mirada de tristeza. Ojos celestinos y titilantes reflejaban una angustia
profunda, una tristeza cósmica. No podía creer mi mala suerte, encuentro el un
unicornio azul, y él está triste ¿Quién me creería?
Pensé
en seguir mi verde camino y dejar al unicornio donde estaba, pero él me
interceptaba cada vez que trataba pasarlo. Miraba sobre el esbelto cuerpo del
unicornio y no veía nada ¿Por qué no me dejaría pasar? Ya que no había más
remedio, decidí volver sobre los pasos que ya había olvidado, pero él me empezó
a seguir. No quería volver a estar solo. Y no lo culpo, viví años miserables
solo en un cuarto pequeño condenado a un maldito trabajo. Bueno, la verdad es
que sigo solo en un cuarto diminuto, pero al menos no trabajo. La situación era
complicada, yo vivía en un cuarto piso de un edificio gris y agrio a pocas cuadras
del arbóreo pasaje, donde una habitación, un baño y la cocina con comedor
integrado era todo lo que tenía ¿Donde dormiría el Unicornio? Al parecer hoy es
el día para tomar decisiones descabelladas. Si hay que matar el tiempo,
matémoslo de cansancio, que mi reloj sufra taquicardia y mi calendario deje
caer los meses como hojas otoñales. Mi pequeño departamento tiene una vista
hacia un parque no muy grande, donde podré dejar el unicornio para que paste y
descanse. Así podre supervisar la mítica criatura sin tener que destruir mi
diminuto hogar.
Dicho
y echo, tome la suave crin del animal y me acompaño hasta el parque que daba al
pequeño balcón de mi edificio. Yo tarareaba algunas canciones que había
compuesto en mis minutos de descanso, entre soledad y trabajo, y ellas parecían
gustarle. Movía la cabeza al ritmo de las canciones, daba pequeños saltos de
alegría y me miraban cuando me detenía, como reprendiéndome. Llegamos al parque
y amarre el unicornio a un viejo roble, cerca de unas flores celestosas, para
que pastara. De súbito, se me ocurrió una idea brillante, le dije al unicornio
que me espera de allí, que volvía en un minuto. Subí las escaleras saltando
como si mi vida dependiera de ello, entre rápidamente a mi departamento y
busque la vieja guitarra de madera que siempre había tenido junto a mi. Un vez
que encontrada, baje corriendo las mismas escaleras a una velocidad
vertiginosa, salte los últimos peldaños, y mi juventud de años anteriores
aterrizó junto a mi. Corrí al parque donde el unicornio me esperaba con ojos
curiosos, me senté a sus pies y empecé a tocar la guitarra. Sonaba horrible,
hace meses que no la afinaba, ni le sacaba el polvo. Mi mano temblorosa se
apoyaba en las cuerdas de nylon como una mano adolescente sobre el cuerpo de su
primer amor, una caricia nerviosa masajeaba la vieja madera. Afine cada cuerda
con la precisión de un cirujano, y me deje llevar. Toque durante horas, el
unicornio danzó y brincó todo lo que quiso, las celestes flores se giraban sus
rostro para ver tan dantesco espectáculo.
Cuando
el velo nocturno cubrió el cielo, las flores ya estaban cansadas de admirar la
belleza del unicornio azul, y él mismo dormitaba, decidí ir a dormir y dejar
tan inmortal escena vivir para siempre en mis sueños. Me acosté abrazando mi guitarra,
jurando nunca volver a olvidarla. Cuando los primeros soles del alba se
asomaron por mi ventana, tome mi guitarra y baje a saludar a la mágica
criatura. Ni en mis más graves pesadillas había pensado ver la escena que ahí encontré.
El unicornio azul ya no estaba. Lo había dejado una noche, para que descansara,
para que pastara, y ahora ya no está. A pesar de que lo conocí hace no más de
un día, era mi unicornio azul, y no se si se perdió o simplemente desapareció.
Fui a ver si las flores me decían alguna información de su paradero, pero ya no
me quieren ni hablar. En tan solo un día, dejo de lado mi soledad, compartiendo
canciones y estrofas que nunca voy a olvidar. Me pasearé por las calles
preguntando por él, pegando carteles monocromáticos, ofreciendo recompensas a
cualquier información. Hoy ya no soy alegre, pero prometí nunca más olvidar mi
guitarra en las esquinas de mi hogar, cantare sobre mi unicornio azul, a ver si
alguien lo logra encontrar.