Huyó de los barrotes que
durante largos años lo mantuvieron enraizado al mismo lugar, en la misma
ciudad, de la misma región de un mismo país, pero que nunca fue su hogar. Corrió
bajo paso galopante, girando su cabeza de vez en cuando para confirmar que la
celda desaparecía en el horizonte que dejaba atrás. Cuando no podía ver nada
mas que el reflejo solar sobe los fierros verticales, opresores, se detuvo. Era
libre. Al fin era libre. Siguió corriendo, ya no para escapar, sino de alegría,
de júbilo, extasiado con este sentimiento que no habitaba su ser desde tiempos
remotos. Corrió hasta que su cuerpo perdió el paso y se dejó caer de espalda,
para observar los altos árboles, con sus flores coloridas. Jamás se había
percatado de la existencia de este tipo de árboles, azulinos y llenos de vida,
como sus propios ojos cristalinos, llenos de deseosos, esperanzas y cansancio.
Perlas marinas que descansan sobre los nidos del tiempo, observando cada
detalle, cada color, cada fulgor y resplandor que se cruza por su camino.
Durmió horas, y soñó con lo
que el destino podría depararle. Bosques frondosos, desiertos floridos, fauna
sobrenatural, saciar su curiosidad, cultivada por años de cautiverio. Un camino
áurico indicaba el recorrido a aquellos parajes que tanto deseaba conocer, pero
el viaje era largo y necesitaba arreglar los preparativos. Un caballo era
primordial, uno que aguantara el peso de todo el equipaje esencial. Comida, por
montones, para él y el caballo, a quien llamaría Khan, pues con él conquistaría
los caminos indomables de la vida. Negro como el ébano, alto y fornido, de raza
inglesa ¿O árabe tal vez? No, creo que será uno chileno, confiable, humilde,
leal y pícaro. No habría muralla demasiado alta para no ser escalada o
pendiente tal que no pudiera ser descendida, caminaríamos por precarios puentes
colgantes, cruzaremos castillos y palacios, sin pudor ni respeto.
Conquistaremos los ecos de la existencia, llegaremos donde el caos absorbe
forma física y se adhiere a nuestro conocimiento de una manera ligeramente
ordenada, con el fin de conocerla, pues entenderla es imposible.
Un dolor punzante lo despertó
de sus sueños exploradores, descubriendo una flecha clavada en su pierna. El
dolor era insoportable, pero evitó gritar, pues seguramente el arquero no erró
de objetivo ¿Pero por qué? Ya había escapado, mis pasados pecados fueron
expiados por la travesía liberadora hacia el valle donde ahora estaba
recostado. Intento retirar la flecha, pero el puntiagudo cabezal destrozaba el
músculo con cada movimiento, y él ahogaba los gritos de sufrimiento en su
garganta, con lagrimas desesperadas inundando sus ojos perlados. El cielo ya no
era azul y claro, sino rojizo, como el cobre fundido a altas temperaturas,
esperando a ser masacrado por el herrero para convertirse en un algún utensilio
doméstico altamente demandado. La flecha, implacable, se encontraba incrustada
a la altura del muslo de la pierna izquierda, y su afilado cabezal taladraba el
hueso con cada movimiento que él hacía. Había sido un tiro perfecto, y él la
presa ideal ¿Pero quién fue el arquero que amenazó su vida? ¿Seguirá al acecho
ahora que la presa se encuentra inmóvil y discapacitada? Un galopar se
aproximaba, el sonido inconfundible que hace temblar hasta al más valeroso de
los hombres, hace llorar a las mujeres, pues es presagio de funerales y vidas
solitarias.
Un destello dorado se acercaba
trepidante hacía él, y de aquella luz provenía el galopante sonido. La sangre
escapaba de su pierna y pensaba que debía ser San Pablo para llevarlo de la
mano al cielo, o tal vez era Belcebú, quien se acercaba para amarrar grilletes
a sus tobillos y dejarlo caer en el agujero eterno, para sentir la
desesperación de un golpe inevitable y mortal al final del infernal orificio. A
medida que se acercaba aquella silueta brillante, cada vez era más nítido el
contorno humano, montado sobre un caballo. Ya cuando quedaban poco metros para
que el aura dorada tocara su cuerpo, logró reconocer un hombre en armadura de oro,
iluminando con luces doradas el camino por donde pasaba, sobre un caballo negro
como el alma de un profanado. Desmonto la indomable bestia para calmarla
llamándola "Khan". Todo parecía como extraído del sueño, pero con un
giro cruel en los acontecimientos. El caballero de dorada armadura se acercó a
él, y sin inmutarse ni decir nada, cruzo su espada a lo largo del cuello de la
presa, dejando caer la cabeza al suelo, flotando en un mar rojizo. El caballero
limpio su espada en la túnica del decapitado y mirando al cielo exclamo,
vigorosamente, "Nadie escapa de su destino"
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