viernes, 20 de noviembre de 2015

Destellos

Huyó de los barrotes que durante largos años lo mantuvieron enraizado al mismo lugar, en la misma ciudad, de la misma región de un mismo país, pero que nunca fue su hogar. Corrió bajo paso galopante, girando su cabeza de vez en cuando para confirmar que la celda desaparecía en el horizonte que dejaba atrás. Cuando no podía ver nada mas que el reflejo solar sobe los fierros verticales, opresores, se detuvo. Era libre. Al fin era libre. Siguió corriendo, ya no para escapar, sino de alegría, de júbilo, extasiado con este sentimiento que no habitaba su ser desde tiempos remotos. Corrió hasta que su cuerpo perdió el paso y se dejó caer de espalda, para observar los altos árboles, con sus flores coloridas. Jamás se había percatado de la existencia de este tipo de árboles, azulinos y llenos de vida, como sus propios ojos cristalinos, llenos de deseosos, esperanzas y cansancio. Perlas marinas que descansan sobre los nidos del tiempo, observando cada detalle, cada color, cada fulgor y resplandor que se cruza por su camino.

Durmió horas, y soñó con lo que el destino podría depararle. Bosques frondosos, desiertos floridos, fauna sobrenatural, saciar su curiosidad, cultivada por años de cautiverio. Un camino áurico indicaba el recorrido a aquellos parajes que tanto deseaba conocer, pero el viaje era largo y necesitaba arreglar los preparativos. Un caballo era primordial, uno que aguantara el peso de todo el equipaje esencial. Comida, por montones, para él y el caballo, a quien llamaría Khan, pues con él conquistaría los caminos indomables de la vida. Negro como el ébano, alto y fornido, de raza inglesa ¿O árabe tal vez? No, creo que será uno chileno, confiable, humilde, leal y pícaro. No habría muralla demasiado alta para no ser escalada o pendiente tal que no pudiera ser descendida, caminaríamos por precarios puentes colgantes, cruzaremos castillos y palacios, sin pudor ni respeto. Conquistaremos los ecos de la existencia, llegaremos donde el caos absorbe forma física y se adhiere a nuestro conocimiento de una manera ligeramente ordenada, con el fin de conocerla, pues entenderla es imposible.

Un dolor punzante lo despertó de sus sueños exploradores, descubriendo una flecha clavada en su pierna. El dolor era insoportable, pero evitó gritar, pues seguramente el arquero no erró de objetivo ¿Pero por qué? Ya había escapado, mis pasados pecados fueron expiados por la travesía liberadora hacia el valle donde ahora estaba recostado. Intento retirar la flecha, pero el puntiagudo cabezal destrozaba el músculo con cada movimiento, y él ahogaba los gritos de sufrimiento en su garganta, con lagrimas desesperadas inundando sus ojos perlados. El cielo ya no era azul y claro, sino rojizo, como el cobre fundido a altas temperaturas, esperando a ser masacrado por el herrero para convertirse en un algún utensilio doméstico altamente demandado. La flecha, implacable, se encontraba incrustada a la altura del muslo de la pierna izquierda, y su afilado cabezal taladraba el hueso con cada movimiento que él hacía. Había sido un tiro perfecto, y él la presa ideal ¿Pero quién fue el arquero que amenazó su vida? ¿Seguirá al acecho ahora que la presa se encuentra inmóvil y discapacitada? Un galopar se aproximaba, el sonido inconfundible que hace temblar hasta al más valeroso de los hombres, hace llorar a las mujeres, pues es presagio de funerales y vidas solitarias.


Un destello dorado se acercaba trepidante hacía él, y de aquella luz provenía el galopante sonido. La sangre escapaba de su pierna y pensaba que debía ser San Pablo para llevarlo de la mano al cielo, o tal vez era Belcebú, quien se acercaba para amarrar grilletes a sus tobillos y dejarlo caer en el agujero eterno, para sentir la desesperación de un golpe inevitable y mortal al final del infernal orificio. A medida que se acercaba aquella silueta brillante, cada vez era más nítido el contorno humano, montado sobre un caballo. Ya cuando quedaban poco metros para que el aura dorada tocara su cuerpo, logró reconocer un hombre en armadura de oro, iluminando con luces doradas el camino por donde pasaba, sobre un caballo negro como el alma de un profanado. Desmonto la indomable bestia para calmarla llamándola "Khan". Todo parecía como extraído del sueño, pero con un giro cruel en los acontecimientos. El caballero de dorada armadura se acercó a él, y sin inmutarse ni decir nada, cruzo su espada a lo largo del cuello de la presa, dejando caer la cabeza al suelo, flotando en un mar rojizo. El caballero limpio su espada en la túnica del decapitado y mirando al cielo exclamo, vigorosamente, "Nadie escapa de su destino"

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