Porque entre montañas arbóreas, bajo luces áuricas
y destellantes, la ruta antes recorrida ahora es cuenca dónde vida fluye y
escapa de los grises matices humanos. Nunca es demasiado tarde para germinar,
ni demasiado pronto para dar frutos. Bulbos verdes reciben nutrientes desde el
sucio subsuelo, para florecer en horas primaverales y lograr encantar con un cuadro
que confunde el olfato y la vista. Los más avezados solo piensan en reconocer,
y determinar, mientras el novato experimenta, absorbe, canta, aprovecha y vive
sorprendido. Nunca nada fue tan divino pero al mismo tiempo tan mundano, bajo
tardías brisas termales que corren con brío los últimos meses del calendario,
como queriendo empezar de nuevo su trepidante bamboleo por hojas enumeradas y
encuadernadas bajo conceptos terrenales, limites ignorantes y sofistas.
Perderme en el giro de una
manecilla traviesa que no sigue órdenes de Chronos, olvidarme del letárgico
aluvión que arrastra granos de arena como aguas en un océano de todo menos
pacífico, donde el barco que ayer acabó con el armonioso nado de peces
multicolores, hoy trae redes llenas de sacrificio a la mesa donde un caldo
caliente y un corazón frío descansan en paz, al fin. Grande es el alivio de la
mujer que lo ve llegar sobre botas ennegrecidas por el miedo, la frustración,
desesperación y sosiego. Manos duras como el sol veraniego acarician
cuidadosamente la perfilada barbilla de la mujer expectante, ojos tiernos se
posan sobre marcas de vida y cansancio, arrugas que esbozan una sonrisa
confiada, pero plagada de temores inmortales. Una lágrima recorre un camino
marcado por sus antepasados, quienes dejaron un recuerdo en el piso de madera,
húmedo y reconfortante.
La luz extravagante atraviesa
el vitral para refractar en un millón de sentidos aleatoriamente escogidos por
los colores que refulgen con esfuerzos sobrehumanos, dándole vida a lo que
siempre estuvo inerte, satisfaciendo secretos deseos de verdad y justicia. Un
hombre encorvado sobre su propia miseria trabaja incansablemente hasta la
madrugada del día siguiente, intentando despistar a la muerte. Siempre es un
día más de lo esperado. Eso desde hace siete años ya. Trabaja el vidrio como
quien acaricia a su hija, detalla y forja los colores con fuegos elementales e incandescentes,
perennes y eternos. Llueven las gotas de colores veraniegos sobre lo que será
una obra maestra. Un día más, con manos endurecidas por el abrazador aliento de
una pira funeraria que susurra a su oído sonidos crepitantes, fustigando el
oxigeno que merodea por la habitación. Tarde o temprano el tiempo habrá acabado
y solo los roedores, en sus oscuros agujeros, recordaran la expertís de un
hombre miserable.
Caminando, pasajero y curioso,
el zorro deja que su invaluable piel sea cepillada por el frío invierno de
Julio. Copos simétricos y extraordinariamente perfectos caen sobre el blanco
manto que recorre kilómetros de cemento, gris e inerte, triste y gélido. El
hálito de un cazador furtivo se alza como una fogata entre la oscuridad polar,
las luces boreales gritan desesperadas por auxilio, pero ya es muy tarde. Ríos
carmesí convergen y discuten por el dominio de la corriente. Una prenda
indiscutidamente bella es exhibida en vitrinas de alta costura, esperando el
arribo de una cartera alimentada de avaricia y superficialidad. Pequeñas
cabezas cubiertas de pelaje cobrizo buscan desesperadamente entre la nieve a su
madre. Pequeños pasos manchados de rojo se retiran entristecidos, acongojados,
desesperados.
Un grito en el cielo atrae la
atención del majestuoso cóndor, acostumbrado a dominar los aires sobre alturas altiplánicas
y soles incaicos. La bestia alada inicia su declive bajo espirales perfectas,
huracanadas, esperando llegar raudamente a destino y saciar su felina
curiosidad. Más fue la sorpresa de los infantes que jugaban sobre la montaña a
esconderse, para jamás ser encontrados. El miedo plago sus extremidades y
paralizó sus músculos, mientras el cóndor se acercaba, olvidando su trono en
las alturas del viento, siendo un poco más humano. Ella se acercó y acaricio su
cabeza, y yo la seguí. El cóndor no aparto su mirada, no evitó el contacto, no
nos hizo añicos con sus poderosas garras ni nos lanzó al suelo con sus enormes
alas, solo se quedo allí, siendo acariciado.
Lugares recónditos han de ser
alcanzados por tan tierna historia, y recordada por cuenta cuentos y
trovadores, si es que los hay honestos aun. Que la verdad nunca sea manoseada
de manera tal que pierda su valor, ni alterada lo suficiente como para no ser
repetida jamás. Que los detalles perduren en ámbar, intactos, y sean apreciados
por espectadores, mas no adueñados por nadie, porque solo la libertad de la
palabra podrá hacerla perdurar, y no solo eso, sino también crecer y olvidar en
su camino a quienes quisieron detenerla. La palabra es más fuerte que la
verdad, y es por eso que hay que cuidarla, pues una historia sin credibilidad
no vale la pena ser descubierta por arqueólogos de la palabra. No hay letra más
verdadera, más honesta, que la arrancada involuntariamente del corazón.
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