Los
recuerdos escaparon de mi mente como gotas de rocío, resbalando de la tierna
hoja para caer en el áspero suelo. Ahora no soy nadie, tal vez nunca fui nadie
y probablemente jamás logre ser nadie. Mi memoria es un artefacto roto, y mis recuerdos
escaparon a través de las grietas que dejó la vida en ella. No creo que vayan a
volver.
Un
rostro sin facciones me mira enternecido, con cariño. Yo estoy sentado en lo
que parece su regazo. Harapos viejos cubren su cuerpo, como tratando de evitarle
la vergüenza de andar desnudo. Él me reconoce, pero yo no sé quién es. No sé
quién soy. El pelo cano cae sobre su frente y la descuidada barba se enreda
sobre su cuello. Sus manos me acarician y toda la escena irradia tranquilidad.
Lágrimas escapan de aquel rostro irreconocible y caen sobre mi espalda. Duermo
boca abajo sobre su regazo y todo me parece tan familiar. ¿Quién soy?
Volantines.
Los recuerdo. Coloridos volantines que mi abuelo elevaba con destreza. Gráciles
movimientos orquestados por el viento convierten simples cometas en un
espectáculo de colores, y mi abuelo sabía hacerlo de maravilla. Escucho su
risa, sonora y estridente, una carcajada contagiosa que infunde alegría. Es mi
abuelo. ¿Dónde estoy?
Abrí
los ojos y frente a mi están mis familiares, amigos y algunas personas cansadas
de la vida, amigos de mi abuelo. Gente que probablemente no tienen nada en
común, desde políticos nacionalistas hasta pobres inmigrantes. El salón es
oscuro y la poca luz parece cálida, y sin embargo todo se siente tan frío.
Todos con trajes oscuros, vestidos de luto. ¿Un funeral? Miré donde estoy
parado y a mi lado veo el altar. ¿Qué hago acá?
Lagrimas
caen sobre el suelo. Parecen lluvia, la lluvia más triste del mundo. Busqué
entre todas las personas y la única que no pude ver fue a mi abuelo. Pensé en
los volantines, y en por qué el viento no dura para siempre. Miré hacia arriba
pidiendo misericordia a ese Dios que hace tanto tiempo dejó de hablarme. ¿Dónde
estoy? ¿Qué hago acá?
Un
sollozo me sacó de tan banales cavilaciones. Mi cuerpo inmóvil descansa dentro
de un féretro de fina madera y detalles exquisitos, mientras mi abuelo, cansado
de la vida, llora sobre mi pecho. Una sonrisa quiere dibujarse sobre mi rostro,
pero los muertos no sonríen. Las lágrimas humedecen mi elegante traje, pero yo
ya no puedo sentir el frío. Pobre de mi abuelo, si tan solo me dejara
recordarlo como el domador de volantines, podría partir al otro mundo más tranquilo.
Pero ahora solo puedo pensar en su tristeza, en su soledad y en por qué el
viento nunca es para siempre.
Lo
miré a los ojos y dejé caer una lagrima dentro de mi, una lágrima que solo él
podía ver. Mi abuelo desapareció frente a mis ojos súbitamente, y no puedo evitar
soltar una vibrante carcajada dentro de mi cuando lo veo volver con un volantín
enorme, el más grande que haya visto. Dejó caer una sonrisa sobre mi rostro y
se fue junto a sus lágrimas resignadas. Ahora podré enseñarle a Dios como se
elevan volantines.
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