domingo, 19 de marzo de 2017

Libertad

Mientras la señora forzaba su delicada muñeca para levantar la taza de porcelana que contenía el imperturbable líquido carmesí, sus rasgos antiquísimos dejaban ver la violenta reprobación que se dibujó entre sus arrugas. Una terrible mueca de odio, de ira incontenible: El ceño fruncido, la mandíbula apretada, las cejas inclinadas y los orificios nasales exageradamente abiertos. Mucho más abiertos que sus cansados oídos, por cierto.

La mujer se levantó abruptamente junto al sonido de las perlas invaluables que tintineaban escandalosas alrededor de su cuello, mientras el sillón de alto respaldo y rojo terciopelo vibraba sobre el suelo, y el refinado piso de madera de caoba temblaba bajo los caros y exclusivos zapatos de charol de la señora. Sus labios se abrieron después de tantos años, levantando polvo y haciendo gala del lápiz labial francés, para gritar con todas sus fuerzas que jamás, jamás dejará que alguno de sus hijos estudie una carrera tan bohemia y frívola como música, carrera de pendencieros, fracasados y comunistas. No mientras su cuerpo esté caliente y sus pulmones exhalen el humo de los cigarros importados.


Y con la misma violencia que la señora empleó hace unos segundos para levantarse tan enfáticamente, el abrazo de la furia se aferró a su corazón, causando un infarto fulminante. Su cuerpo se quedó helado a las pocas horas y el humo ya no podía escapar de sus maltratados pulmones. Mientras el opulento funeral se llevaba a cabo en la catedral más grande y concurrida de la ciudad, José María presentaba su renuncia en la Pontificia Universidad Católica, donde indicaba que no seguiría estudiando Derecho y que solicitaba su traslado al Instituto de Música de la misma universidad. Esa tarde él no compró flores ni derramó una lágrima, no vistió de luto ni cantó salmos piadosos. Bajo la mirada irreverente del sol, levantó la mirada al cielo y sonrió. Después de cuatro años, se disponía a ser feliz.

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