Mientras
la señora forzaba su delicada muñeca para levantar la taza de porcelana que
contenía el imperturbable líquido carmesí, sus rasgos antiquísimos dejaban ver
la violenta reprobación que se dibujó entre sus arrugas. Una terrible mueca de
odio, de ira incontenible: El ceño fruncido, la mandíbula apretada, las cejas
inclinadas y los orificios nasales exageradamente abiertos. Mucho más abiertos
que sus cansados oídos, por cierto.
La mujer
se levantó abruptamente junto al sonido de las perlas invaluables que
tintineaban escandalosas alrededor de su cuello, mientras el sillón de alto
respaldo y rojo terciopelo vibraba sobre el suelo, y el refinado piso de madera
de caoba temblaba bajo los caros y exclusivos zapatos de charol de la señora.
Sus labios se abrieron después de tantos años, levantando polvo y haciendo gala
del lápiz labial francés, para gritar con todas sus fuerzas que jamás, jamás
dejará que alguno de sus hijos estudie una carrera tan bohemia y frívola como
música, carrera de pendencieros, fracasados y comunistas. No mientras su cuerpo
esté caliente y sus pulmones exhalen el humo de los cigarros importados.
Y con la
misma violencia que la señora empleó hace unos segundos para levantarse tan
enfáticamente, el abrazo de la furia se aferró a su corazón, causando un
infarto fulminante. Su cuerpo se quedó helado a las pocas horas y el humo ya no
podía escapar de sus maltratados pulmones. Mientras el opulento funeral se
llevaba a cabo en la catedral más grande y concurrida de la ciudad, José María
presentaba su renuncia en la Pontificia Universidad Católica, donde indicaba
que no seguiría estudiando Derecho y que solicitaba su traslado al Instituto de
Música de la misma universidad. Esa tarde él no compró flores ni derramó una
lágrima, no vistió de luto ni cantó salmos piadosos. Bajo la mirada irreverente
del sol, levantó la mirada al cielo y sonrió. Después de cuatro años, se
disponía a ser feliz.
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