lunes, 27 de marzo de 2017

El Viejo

El tiempo voló como si no le importara llevarse mis días al abismo del pasado. Caras viejas y nuevas, gente con facciones borrosas, genéricas, desaparecen de mi memoria como meros pensamientos, sin dejar marca ni rastro de haber estado en mi mente en primer lugar. Duele el hambre de esperar, las ansias de recordar, vivo el presente todos los días, pues no tengo nada más que hacer. El pasado para mi solo es una palabra vacía, falta de contenido. Se que no soy el único que padece este mal, se que tal vez exagero y que está enfermedad es más llevadera de lo que creo, pero no puedo soportar los ojos familiares, cuencas de colores que me miran como si hubieran estado ahí toda la vida. Toda mi vida.

No recuerdo haber tenido hijos, pero se me acerca gente agradable todos los días a saludarme, preguntarme cómo estoy y si recuerdo algo. Pobres, entran llenos de esperanza y terminan con los ojos llenos de rocío. Mi hogar es un lugar con la puerta abierta para todo el mundo, cada persona es nueva para mi, y siempre lo será. Lo único que le reconforta es la divertida canción que me ponen para que cante, y mi júbilo es enorme por qué logro recordar la letra de ese lento compás y vuelo a la luna mientras notas temblorosas escapan de mi garganta. Miro a mi alrededor mientras canto, sonriendo, y solo logró observar tristeza, lagrimeos, melancolía, nostalgia y pena, y todos esos sentimientos oprimen mi corazón mientras un dolor punzante me hace sentir como si fuera apuñalado por cada uno de esos ojos expectantes.

Esperan que un día simplemente me levante y los salude de manera familiar, comparta con ellos una conversación amena sobre cosas del pasado. Ilusos, este pobre diablo ya no sabe que es realidad y que es una vil maquinación de mi mente empañada por el tiempo. Me veo al espejo y siento como las arrugas decoran mi rostro, marcando lo que alguna vez debió haber sido una cara joven, una cara de la cual no tengo recuerdo alguno. Un tipo de bata blanca me trata de explicar mi enfermedad, por qué se ocasiona y su efecto en mi. Escribo todo esto por qué ya se que es lo que sufro, y al parecer tengo que averiguarlo todos los días. Los minutos arrasando mi sanidad mental. No me dicen desde cuando ocurre esto, algo me esconden.

Recorro lo que parece ser mi casa, abro cajones y armarios, en búsqueda de algún objeto familiar, pero nada. No reconozco las pinturas, las fotografías son retratos ajenos y los pasillos se sienten extraños, como si jamás los hubiera recorrido en mi vida. Paso mi mano acariciando la cubierta de una mesa de madera que adorna la pequeña salita, y cuando mis dedos se hartaron de desconocer el material, me senté. Una mujer, joven, se sentó a mi lado. No había nadie más en la habitación y no escuchaba voces en los cuartos contiguos tampoco. Asumí que estaba solo con esta mujer extraña. La miré a los ojos, en un esfuerzo infructuoso por recordar quién era, y me di cuenta que algo escondía en sus manos y en sus ojos. Ojos color petróleo, hermosos, que resplandecían gracias a su camisa celeste. Las lágrimas que brotaban de ellos solo los hacían más bellos todavía, y solo pude apartar la mirada de ellos cuando noté que el mentón de la mujer temblaba sin remedio. Me miró, con cariño y pena, pero sobretodo seguridad, como si hubiera tomado una decisión. 

La mujer tomó mi mano y me dijo que yo siempre sería lo más importante para ella, y que le es muy difícil soportar verme así. A eso solo pude responder que opinaba lo mismo, que me costaba verme a mí mismo. Solo una sonrisa fugaz y afirmó que pese a todo, no había cambiado en nada en todos estos años. ¿Años? Hace mucho tiempo que no logro entender bien cuando tiempo es eso. Ella tomó mi mano, la abrió y depósito algo frío, muy frío, mientras no dejaba de verme a los ojos. Lagrimas corrían por sus mejillas, empujándose entre ellas para que pudieran salir todas. No pude evitar sentir compasión por la pobre mujer. Se levantó de súbito y corrió fuera de la habitación. Luego de un par de minutos revise que era lo que mis manos estaban guardando, solo para encontrarme con un viejo revólver, la empuñadura de madera estaba muy gastada y parecía como si alguien hubiera tratado de mantenerla decentemente, pero sin lograr su cometido. La chica no debe haber sabido mucho de armas. Miré el artefacto por un momento y me di cuenta de que tenía una bala disponible en su barril, ansiosa de ser disparada.

Salí hacia afuera de la casa para buscar algo a que atinarle, una lata, una botella o lo que fuera en realidad, sin embargo el jardín estaba impecablemente mantenido. Pensé en entrar a la casa y buscar algo que pudiera usar como blanco para esta bala solitaria, cuando en mi camino me crucé con un espejo. El espejo no era muy grande, tampoco muy extravagante. Era un simple espejo que dejaba ver mi descuidada apariencia. Dientes amarillos, el pelo alborotado y la barba como si se tratara de una lija usada hasta el cansancio. Mis ojos se escondían entre párpados cansados y arrugas marcadas por lo que parecían ser muchos años. Apunté la pistola a la horrible imagen que tenía enfrente de mi, con la intención de destrozar la imagen. ¿Pero no es la imagen el mero reflejo de la realidad? Los espejos no mienten, no de esta forma tan brutal al menos. De a poco, la mano que sostiene el revólver empieza a girar, apartando el cañón del espejo e introduciéndolo dentro de mi boca. El sabor metálico me disgusta, pero luego de algunos segundos me acostumbré a él. Siento la textura, lisa pero magullada por el tiempo y el poco cuidado, acaricio la empuñadura de madera y paso mi dedo por el gatillo. Justo antes de accionar el mecanismo que enciende la pólvora y eyecta el proyectil, pensé que mi funeral será bastante extraño, ya que solo asistirán personas que no sería capaz de reconocer. Tal vez ni me acuerde de esto mañana. 

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