domingo, 19 de marzo de 2017

De Cara a la Red

El sonido que generaba el roce del cuero con la red me causaba nauseas, tristeza, impotencia. Atravesé el pórtico con los ojos llorosos, la mandíbula apretada y los puños encrespados. "Es mi culpa, mi culpa y solo mi culpa". Me agaché mientras el sol quemaba mi nuca y dibujaba una sombra que apuntaba hacia el poste, como la manecilla de un reloj que intentaba desesperadamente agotar los minutos. Mis manos cubiertas de goma levantaron el balón y lo apretaron fuerte. No quería mirar a mis compañeros, no quería que sus miradas de decepción se cruzaran con la mía. Tanto esfuerzo esfumado en un segundo. Si solo fuera un centímetro más largo, si hubiera tratado de alcanzar la pelota con una mano y no dos, si hubiera anticipado el movimiento del atacante. Yo era el depredador y la esférica mi presa, pero incluso el león, a veces, pasa hambre.

Camuflé las lagrimas entre el sudor y miré la camiseta que llevaba puesta. No era cualquier polera, no era una remera regalada. Era el uniforme nacional y el lugar me lo había ganado a derramando sangre y lágrimas, con esfuerzo y pasión. Tardes bajo los tres palos recibiendo cañonazos, bombazos y tiros colocados en ángulos inalcanzables. Tardes enteras tratando de sacar la pelota de entre las redes solo para que el siguiente pelotón destruyera el muro que intentaba erguir.  Manotazos, estiramientos y elongaciones eternas. Todo para ahogar la alegría de todo un equipo en pos de devolverle la esperanza al mío. Y hoy había fallado.

Miré el escudo que se posaba sobre mi corazón, palpitando, latiendo a mi ritmo, en armonía con mi sangre. Este es mi equipo, mi obligación. Levanté la cabeza y grité. No por rabia o frustración. Había recuperado el amor al deporte más lindo del mundo. Lancé el balón con todas mis fuerzas hacia adelante confiando que mis compañeros entendieran la señal. No bajaremos los brazos. Quedan minutos, tal vez segundos, pero se que siempre podremos darlo vuelta. 

Sonó el silbato del árbitro y se reanudó el juego desde el centro del campo. Mire mi hogar, mi casa, mi palacio. Nadie entrara en él sin mi permiso, y solo bajo mi autoridad. Los defensas me dejaron solo con mi hogar, con mi mente. Estaba eufórico, pero tranquilo, quería correr a buscar el balón, pero debía mantener la calma. Jure proteger los tres palos con mi vida, como un rey a su castillo, no mientras respire y mis pies respondan al llamado de mi gente. 


Como dijo alguna vez el gran Bill Shankly: “Algunos creen que el fútbol es solo una cuestión de vida o muerte, pero es algo mucho más importante que eso”.

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