Un futbolista es una
persona destinada a alterar nuestras emociones. Juegan un deporte donde todos
dicen que dependen de su talento, pero a la hora de la verdad, solo la suerte
define si el disparo golpea en el palo y entra o se va hacia afuera. Son seres
humanos, y como seres humanos que son fallan, caen, lloran y son derrotados.
Pero también son dioses cuando ganan, golean, maravillan y deslumbran. Un
sombrero de vez en cuando, la mágica elástica, una ruleta donde el balón se
pierde en un nudo de pies.
El fútbol de por sí es un
deporte traicionero, no tanto por las reglas o el nunca bien ponderado
arbitraje, sino por la hinchada. El fanático, el hooligan, golpea su cabeza
contra los asientos de plástico que cubren las inmediaciones del estadio.
Forofos desaforados, gritando "gol" cuando la pelota aún no se
despega del botín de su mejor jugador. Desesperados.
Tal vez tenga mucho de
política, porque cuando las cosas van bien, no hay quien separe a su equipo de
la hinchada, pero cuando el debacle aterriza sobre el césped, los abucheos
empiezan a aparecer, algunos traicioneros gritan "ole" cuando el otro
equipo tiene la pelota, en un desesperado intento de mostrar su
descontento.
Entre los jugadores y la
hinchada siempre aparece la directiva, el cuerpo administrativo, la cabeza
invisible de la que todos están informados, el cerebro omnipresente que
manipula los técnicos y fichajes según la economía, y no según al fútbol. Este
triángulo afectivo es a veces, cuando se suma el director técnico, un
cuadrilátero del cual solo uno puede salir en pie.
El jugador desprende el
balón de cuero de sus zapatillas multicromáticas en una volea perfecta, un
gesto técnico artístico, y la esférica recorre el aire buscando que las pupilas
dilatadas de la hinchada se transforme en un grito unísono proveniente de las
tres gargantas que conforman el club. El portero se extiende y estira el brazo,
intentando despejar la esperanza rival con una actuación memorable. El brazo
contrario al palo donde se dirige el balón acecha la trayectoria del
cuero mismo. Todos los ojos se posan en donde solo los protagonistas saben que
se generará la colisión ideológica que se ha generado en el 3 minuto agregado
del segundo tiempo. No vuela una mosca y el silencio es funerario.
Los dedos del portero se
encogen y parecen diminutos mientras el balón pasa por sobre ellos. Se levanta
el estadio y el sonido del horizontal hace eco en todos los sectores del
estadio. El balón se eleva, divertido, y salta por sobre el travesaño. Se
escuchan gritos de alivio y gente gritando desesperada. En un solo minuto se
rompieron algunos corazones y otras tantas gargantas. El héroe y el villano ya
quedaron definidos para siempre. El balón rebota travieso tras el pórtico y
cesa su movimiento al mismo tiempo que un lejano silbato suena tres veces y
pone en perspectiva los noventa y cuatro minutos que acaban de pasar. En el
fútbol juegan veintidós seres humanos, pero ninguno de ellos puede hacer nada
cuando la pelota sale del terreno de juego. No por nada le dicen la caprichosa.
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