domingo, 19 de marzo de 2017

Madre Tierra

Hace frío, mucho frío. Gélido frío que castiga los huesos y contrae los músculos. Es como si las llamas del infierno se hubieran extinguido todas a la vez y dado paso a un frío extremo, asesino, inclemente. Lo que alguna vez fue fuego y ardor, hoy es una estalagmita que apuñala el cielo. Miro el horizonte y solo veo la niebla blanca que cubre el pálido manto que reposa sobre la Madre Tierra. Rusia, Rusia querida. Matriarca tierna y asesina, cálida y fría. Me has dado la espalda en este pequeño paraje, perdido en Saja. Con 24,7 grados bajo cero, voy arrastrando los pies helados, dormidos por la nieve que les sale al paso, mientras mis dedos enguantados se envuelven sobre mi torso. Rengueando, dejo atrás el cartel que dice “Bienvenidos a Oymyakón”.

La niebla se convirtió en ventisca y un intrépido copo de nieve se coló entre mi bufanda y el cuello de la chaqueta que me acompaña en esta travesía. Un escalofrío me recorrió la espalda por debajo de la camisa, el abrigo y la chaqueta militar que le pertenecía a mi padre hasta hace unos pocos días atrás. El hálito escapa de mi boca como si quisiera experimentar en cuerpo propio el agudo frío que me aqueja, solo para luego morir congelado y subir a las alturas.

Viejo canalla, me hace venir con este clima infernal a verlo morir. Y no pudo elegir un lugar más inhóspito e inaccesible. Un poblado con 400 almas. Hay más estalactitas que personas en ese lugar. No sé qué le habrá visto al pueblo, pero en cada conversación hablaba del paraje con cariño. La verdad es que la cabaña era cálida y tenia una vista increíble al río Indigirka, aunque de río tiene poco pues pasa congelado. La gente es amable, y aunque me es difícil entender el rústico acento, se nota el aprecio en su tono cuando hablan de mi padre. Me recibieron con un café negro, como el que solía tomarme junto al anciano en las frías tardes moscovitas. Se vino a morir acá, pero encontró una razón para aferrarse a la vida. 


Miré el camino que se extendía delante mío y di la vuelta. Tal vez el mejor regalo no es la chaqueta para protegerme del frío, sino la cabaña para vivir con él.

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