El sol
abre sus pestañas con pereza y a poco casi se le olvida salir esta mañana. Se
saca las lagañas y dispone a prepararse para un nuevo día, mientras cuela entre
las persianas de la ventana un leve rayo de sol, que me calienta la nuca y el
corazón. Con la misma pereza que la del astro fulgurante, levanto la cabeza
lentamente y abro un ojo, como tratando de comprobar si realmente ya es de día.
Con un movimiento letárgico, paseo mi brazo por las blancas sábanas, haciendo
un ruido al rozar la piel con la tela, todo para revisar mi celular en un torpe
movimiento y ver que hora es. Cinco para las diez, y todos lo planes que había
hecho ayer antes de sumirme al sueño se fueron al carajo. Poco importa ya. Giro
mi cabeza y la miro a ella. Su pelo corto, ayer tan comportado, hoy le tapa
parte del rostro como si de un velo se tratara, todo esto mientras un brazo mío
se encuentra entrampado bajo el peso de una cabeza que sueña quien sabe que fantásticas
fantasías. Es como si nuestras cabezas pesaran más al dormir, como si la
imaginación nos cargara de colores, rostros y realidades increíbles para luego
ser olvidadas breves momentos después de despertar.
Con el
brazo que sostenía el teléfono ahora le hago un leve cariño en su espalda, pues
le gusta dormir boca abajo. Una sonrisa se dibuja en su rostro y el rayo de sol
ya no es lo único que entibia mi corazón. El leve sonido del roce de nuestras
pieles trae flashbacks de la noche anterior, de la cual recuerdo sólo pasajes,
cortesía del alcohol y los excesos. Bailar bajo una luz azul intermitente,
tomar una piscola junto a otras personas cuyos rostros tendré que reconstruir
más adelante. Pasar a comer algo en un local de comida rápida. Recuerdo haber
reído mucho. Y después terminar en su departamento, perder las ropas más rápido
que la conciencia y caer en un nudo eterno sobre la cama, para despertar tal
como lo hicimos hoy, amarrados.
Observo
por las rendijas de las persianas, devolviéndole la mirada al sol, y veo como
entre los verdes árboles primaverales, una tórtola se posa delicadamente sobre
un nido y descansa sus alas exhaustas. Siempre han sido una buena señal los
pájaros, o al menos eso siempre he creído. El sol me empapa de calor y la tranquila
respiración a mi lado solo aumenta la calma con la que todos quisiéramos
despertar a diario. Reconfortante, sin lugar a dudas, es sentir el cariño y la
confianza en la respiración del otro. Y así fue como ella abrió sus ojos y un
color entre miel y avellana irradió vida a mi día, como si de un
caleidoscopio se tratara. “Hola” me dice, con una voz somnolienta y aún
dormida, con un descaro solo comparable a su ternura, como si no supiera
perfectamente todo lo que hicimos ayer. Acto seguido, da un leve bostezo y una
mirada de vergüenza por dejarme ver algo tan intimo como eso. Libero mi brazo
atrapado bajo su peso de manera rápida y precisa, y me ubico sobre ella con mis
dos manos sosteniéndome como un péndulo sobre su cabeza. “Hola” le respondí, al
tiempo que le daba un leve beso en la frente. “No te levantes, voy a traer
desayuno a la cama” dije, con una voz casi heroica, a lo que ella respondió
con una leve caricia en mi rostro con su mano derecha y un tierno “ya, te
espero”.
Me levanté
de un salto y me dirigí hacia la puerta, mientras escuchaba atrás mío como el
cubrecama y las sábanas se estremecían en un movimiento envolvente,
probablemente por que ella se había vuelto un capullo nuevamente para volver un
par de minutos más a los brazos de Morfeo. Sonreí para mi y me pregunte si este
es el tipo de felicidad de la que hablan en los cuentos de niño. Seguro que si.
Ahora, ¿Serán huevos a la copa o pochados?