La sala está llena. Sillas de madera
añejadas por el tiempo se sostienen sobre si mismas, vacías, llenas de
inspiración. Llenas de hambre. Llenas de vida. Miro hacia arriba y aprecio los
detalles de un fresco que descansa sobre el cielo falso que levita sobre
nosotros. Cierro los ojos y escucho el roce de mi violín, madera pura y santa,
llena de amor, alegría y adrenalina. Llantos, decepciones y dolores. Confusión,
creatividad. Sentimientos fluyen desde mi mente hasta la punta de mis dedos. Mi
hombro se siente cálido, mis brazos nerviosos. Frente a mi están todos, y yo
estoy frente a ellos. Un semicírculo dibuja una sonrisa nerviosa en los más
novatos. Sonidos son despedidos desde los distintos instrumentos que llenan la
sala. No hay orden, no hay respeto. No hay una fila para afinar ni un orden
determinado. Nos miramos entre todos y una brisa cálida se pasea de boca en
boca. Somos uno.
Magia. Abro los ojos y la sala está
llena. Niños y adultos, abuelos y jóvenes. Peinados extravagantes y cortes
tradicionales. Zapatos lustrados y otros gastados. Corbatas y bufandas,
sombreros y gorros chilotes. La música no discrimina. Veo gente que me conoce,
me saludan con la mano y yo respondo con un leve gesto, sin romper mi
personaje. Compostura. Soy parte de una caja de música, golpeando notas,
gritando sonidos, emanando sentimientos. Todo está en silencio. El público toma
asiento y las presentaciones dan paso al movimiento. Tomamos la postura
correcta. Miramos hacia al frente y cerramos los ojos. Ya no estamos aquí ni
ahora.
La primera nota escapa de mis manos,
tantas manos. Tantos brazos moviéndose a la misma velocidad, en el mismo
sentido, pero de maneras tan distintas. Tan diferentes, que la esquizofrénica
coordinación que requiere tamaña hazaña incluso me sorprende. Una coordinación
asimétrica, un ritmo disparejo. Cada uno se balancea a su manera. Unos cierran
los ojos y dejan ver el alma, mientras otros posan sus pupilas sobre el cálido
papel, gastado de tanto dictar compases. Brazos se mueven frenéticos, labios de
empapan de inspiración y soplan armonías fantásticas. Dedos golpetean perlas de
invierno, piedras de ébano. Un bombo detrás de todos gasta la vida con cada
golpe. Personas unidas bajo un mismo ideal, un mismo fin. Sacrificio común en
pos de una misma meta: La Música.
Un escalofrío recorre mi espalda y
aterriza sobre mis pies, la pluma ataca las cuerdas con precisión. Sube, vibra
y vuelve a caer. La cabeza se mece sobre los hombros cual torbellino, emociones
giran al rededor de nosotros como un trompo. Algunos ríen, otros están más
serios. Unos pocos nerviosos, con dedos tiesos y movimientos mecánicos, pero
siempre acertando a la nota correcta en el compás correspondiente. La vida se
escapa entre mis dedos, fluye hacia la madera inerte y la llena de vida, de
furia, de pasión incontrolable. Mi mente no logra concebir un solo pensamiento,
todo es emoción, euforia. Somos uno entre todos, moviéndonos como el pastor en
la pradera bajo el efecto de un viento que nos peina. Ese viento es la música,
la magia, la inspiración, la razón de ser.
Seguimos el fluir de la música como una
marea que nos acobija y mece suavemente, de un lado hacia el otro, hipnóticamente,
como un péndulo de Newton. Somos canicas en el ir y venir de la música. De
súbito todo se detiene y volvemos a la realidad. Dieciséis párpados se abren
instantáneamente y observamos un público conmovido, boquiabierto, confundido.
Nos levantamos y hacemos una leve reverencia, la cual es respondida con un
aplauso frenético y un par de chiflidos, de parte de los más irreverentes.
Pequeñas sonrisas y alguna carcajada se escapa de entre nosotros, vivimos para
este momento. Aún escuchamos el eco del viento que acaricia nuestros rostros.
Gracias a la música, por darme vida, darme paz.
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