Siento sobre mí la tranquilidad de la noche
que se derrumba abrumada por la bruma pasajera de este invierno tardío,
iluminada por las luciérnagas de concreto que decoran el ruido de este raudo
río arrebatado. Los autos atraviesan velozmente el puente suspendido sobre los
residuos de lluvia, de nieve, de vida. Ráfagas de viento los acompañan, jugando
con el cabello cansado de este transeúnte laborioso. El delgado velo gris que
cubre nuestras cabezas amenaza con liberar el chubasco agazapado, pero contiene
su mano etérea, como esperando que los cuerpos agotados terminen sus periplos,
se quiten los zapatos, cambien de ropajes y desnuden su conciencia entre los
brazos de Morfeo. Pero las luciérnagas siguen ahí, trepidantes e irreverentes.
Los gigantes erigidos adornan sus cuerpos con
estrellas titilantes, enmarcadas de vida, cubiertas de historia, preservada
tras vidrio. Desde la distancia observo las siluetas palpitando dentro de sus
corazones, el tránsito incesante, el ajetreo constante. Se agotan y renacen,
solo para extinguirse como fuego bajo la lluvia, dejando un rastro de
luminiscencia entre el humo. Derramando vida entre sus piernas, dejan escapar
su aliento por las puertas, despidiéndose de los últimos luceros antes de
entregar la noche al neón. Ante el visible silencio, las estrellas bajaron a
jugar en el río estrepitoso, con su ciego sonar chapoteando entre las curvas
rocas que alojaban su carne, oriunda de las cumbres andinas. Entre el silente
repiquetear de la corriente, el pasar de las luces sobre el pavimento hacían
ver como si cometas recorrieran la avenida, dejando una estela ígnea a su paso.
Y me detuve, tan solo por un segundo. Sólo un
instante fue necesario para que la realidad se impregnara en el desgastado
lienzo de la memoria. Los ruidos que se hilvanaban, trenzándose hasta volverse
un sólo eco. Los olores a ciudad, a río, a pasto y parque, a vida. Colores,
sabores y texturas que se asomaban entre los edificios, detrás de las aceras,
sobre los bancos y los fantasmas de la urbe. Una foto, llena de magia, de
ciudad, de Santiago. Un pequeño tesoro que llevo en el bolsillo de mi corazón,
para mirarla cada vez que las mañanas grises me aquejen el alma, o que el
material particulado interrumpa la calma del paisaje. Los instantes serán
eternos en la memoria de quienes se detengan a capturarlos.
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