domingo, 23 de agosto de 2015

Junta de Vecinos

     Un Hombre Enojado. Un hombre irascible, extrañamente expectante, siempre buscando más. Un curioso, aventurero. Pero al fin y al cabo, es un hombre enojado. El Hombre Enojado vive en una gran casa, y se enoja cuando la casa está vacía. Hay tanto espacio libre que su enojo parece diminuto, y eso lo hace un hombre más enojado, porque intentando llenar el hogar de vida, solo lo llena de quejas, y perfecciones innecesarias. El Hombre Enojado una vez encontró un agujero en el techo de vidrio, y a kilómetros podías ver como el enojo escapaba por aquel hoyo, haciendo señales de humo indias. Señales indias de enojo. 

        Su Vecino es un tipo alegre, un tipo alegre y sedentario, que vive en una casa chica, con un pequeño perro, una pecera pequeña y su niña de gran corazón. Y dientes, tiene unos dientes enormes. Vive alegre en su pequeña casa, pero es tanta su alegría que cada cierto rato, una teja sale volando por la presión, un ladrillo arranca aullando de su vida monótona de ladrillo, y el resto de sus gemelos lo ven partir, huir de la monotonía sedentaria de un ridículo ladrillo. Pero él toma a su hija de la mano, le da un beso en la frente con ternura, y le muestra las diez estrellas brillantes que ahora entran a su casa, gracias a que aquel pedazo de techo que quedo al descubierto, desnudo frente al negro manto nocturno, decorado con luces vigilantes. Y ella sonríe con sus grandes dientes. Nunca entendí si sus dientes eran grandes y por eso siempre sonreía, o si la historia era toda al revés 

         En el frente vive una pareja cansada. Él no está nunca en su casa, y es alegre como el vecino, ella no se mueve de su casa, y se enoja porque él nunca está. Eso dice ahora, pero no creo que siempre haya estado enojada por eso. Lo supongo porque se conocen hace tiempo, y ella sabia que así eran las cosas. ¿O él fue quien cambio? Tal vez siempre salían los dos juntos y después no. Quizás nunca lo hicieron y ahí está el problema. No lo sé, pero ella esta enojada mientras él se va de su casa alegre. No es que se conozcan tanto, ni tampoco que sean dos extraños, pero la situación es divertida. Osea, ¡Ella podría salir con él! ¡Él se podría quedar con ella! La casa es una mezcolanza de emociones medidas con una cuchara de azúcar, contando cada grano de alegría y de enojo, para que los dos lleguen a ser viejos, juntos y soportables. ¿Qué más se puede pedir?

       A su lado hay un sitio baldío, lleno de hojas en otoño, de nieve en invierno, y bellas flores en primavera. En verano hace calor, mucho calor. Y este sitio vacío, es un lugar mágico. Los niños le temen cuando son chicos, porque aun no conocen la curiosidad, y su imaginación restringida solo piensa en los castigos que puede traer meterse ahí, y no las aventuras increíbles que allí podrían llevarse a cabo. Pero cuando son más grandes, pasa a ser un centro de reunión deportivo, donde el poste chueco y la piedra grande de ahí son un arco, y al otro lado hay uno dibujado con pintura roja que uno saco a escondidas de su casa. E incluso, cuando son aún mayores, pasa a ser un centro social, y todos se juntan a conversar de cosas de niños mayores.

           La vida corre en este barrio, huye del tiempo, las estaciones van y vienen como pequeños jugando en un columpio. Los veranos son calientes, los inviernos fríos, las primaveras coloridas y los otoños naranjos. Todo era tranquilo hasta que un día, entre primavera y verano, el perro del vecino feliz escapó, sin ánimos de volver. El pequeño perro corrió por la larga calle, hizo un gran viaje, y tuvo una gran aventura. Pero el Vecino Alegre nada supo. El Vecino Alegre consolaba a su hija de grandes dientes diciéndole que ellos ya no podían cuidar al pequeño perro, y que él quería ser libre. Pero su esfuerzo era estéril, los grandes dientes de su hija ahora se camuflaban al lado de los grandes ojos, húmedos de tristeza, que la pérdida le dejo. Su tristeza ocupo el trono, lugar antes reservado exclusivamente a la felicidad. El Vecino Alegre paulatinamente vio como las comisuras de sus labios, arrugadas de tanto sonreír, ya no intentaban escalar sus mejillas sonrojadas, sino bajar por el mentón, queriendo llegar al suelo para acostarse y llorar.

            La situación no pasó desapercibida, y la cansada pareja tomo cartas en el asunto. Ella busco bajo sus sillones, la Mesa de comedor, la cama, la tele, la lampara, en el baño, en la cocina, dentro del horno y fuera. Él busco en los arbustos, por la calle, los árboles, arriba y abajo. Ambos se encontraron en la puerta de entrada a la casa, y con sorpresa, la mujer salió y el hombre entró, y aunque los dos siguieron en lo suyo, se dieron cuenta que ya no eran los mismos. Ya no se sentían cansados.

       Dado que los intentos de encontrar al can no eran fructíferos, los lamentos de la niña, que aumentaban exponencialmente, llegaron a la casa del Hombre Enojado. Primero se escucho un eco en el enorme hall, haciendo retumbar la cabeza de vendado, sintética, que coronaba la entrad de su casa. Luego se expandió a la derecha, hacia la cocina, rebotando en la mesa de centro, luego en la mesa de diario, tocando el mesón de desayuno, entrando por la despensa para salir de la cocina y aterrizar en el amplio comedor, haciendo vibrar la gran mesa de vidrio, y todos los costosos cuadros de alrededor. Un cuadro originario de África cayo culpa de la conmoción.

          El lamento no se detuvo ahí, y decidió habitar el salón de estar por breves minutos, los suficientes para apagar la chimenea, botar la estatua abstracta de una persona abriendo los brazos y remecer el antiguo retrato de aquel conde inglés del cual el Hombre Enojado se jacta ser pariente. Pero eso era solo el comienzo, porque después de conmover el baño de visitas, el lavadero y el salón de juegos, con una gran mesa de billar, decidió subir la escalera, dando tumbos entre la baranda y los cuadros, todos latinoamericanos, para aterrizar en un segundo piso un poco menos amplio que el primero, por razones arquitectónicas. Primero invadió el baño de la pieza de visitas, luego movió los cojines que nadie había tocado en décadas, la cama de visita, el sillón de visita. Muebles vírgenes al tacto se conmovieron con el llanto, y lo dejaron resonar en sus entrañas, para continuar su travesía con renovadas fuerzas.

           Salió al pasillo y se encontró con una estantería llena de libros, una biblioteca personal, tan grande como la soledad del hombre enojado. Los libros de drama empatizaban con el llanto, los de economía no entendían que existieran emociones más allá de la avaricia, filosofía medito al respecto de esto, los poemas trataron de representar esto con sus mejores versos y las novelas históricas recordaban con nostalgia los llantos de sus escritores. Los libros de política nunca supieron del problema.  

           Ya en el tramo final de su trayecto, el llanto entro, irrespetuoso, a la habitación del Hombre Enojado, pasando por encima de la televisión que mostraba una carrera de fórmula uno. Ganaba Hamilton, con Vettel mordiéndole la cola. O tal vez era al revés. El Hombre Enojado despertó de súbito, preguntándose que era ese ruido, y se asomó por la gran ventana de su gran habitación, para ver a la pequeña de grandes dientes y grandes ojos llorar desconsoladamente. El Hombre Enojado ya no estaba enojado, tenía pena, y sintió empatía.

          El Hombre Enojado bajo de su alta casa, con el eco del llanto aun aullando en su cuarto, y se puso de cuatro patas a buscar el pequeño perro por todos lados, como una persona normal lo haría, creo. Se paralizó el tiempo, y nadie lo podía creer. Aquel tipo que solo salía de su casa para quejarse del largo del pasto y para tomar aviones para ir al otro lado del mundo a quejarse de lo corto del pasto, aquel tipo que solo emitía gruñidos y sarcasmos punzantes. Aquel ser humano estaba buscando el perrito de una niña, mostrando que tenía corazón. Ensuciando su blanco y costoso pantalón, su camisa nueva, rayando el reloj de oro. Todo el mundo estaba anonadado. Incluso la niña dejo de llorar. Eso hizo que el hombre enojado levantara la cabeza, y todos vieran que ya no era un Hombre Enojado, sino un hombre. Solo era un hombre. Siempre lo fue, lo único cambio en el instante en que empezó a buscar al perrito fue que todos empezaron a verlo de forma distinta. 

      El perro pequeño llegó de su aventura después de un par de días, más pulgoso, embarrado y hambriento que nunca, y todos los vecinos fueron a la casa del Hombre Enojado.  Él contó las historias de sus largos viajes, y lo poco que le importaba la longitud del pasto. La pareja trajo una ensalada surtida, aliñada por él y una carne asada, cocinada por ella. El alegre vecino llevó a su pequeña hija con grandes dientes y pequeños ojos alegres, y al pequeño perro, limpio ahora. Se sentaron todos en la larga mesa de vidrio, y antes de que pudieran empezar, el pequeño perro saltó sobre la mesa y se comió la gran cena, rayando la mesa de vidrio. Todos miraron al Hombre Enojado, con susto de salir despedidos por el aire debido a su furia, como los mitos decían. El Hombre Enojado se levanto, silente, tomo al perro con las dos manos y miro los preocupados ojos de la pequeña niña, y rió a carcajadas, acariciando al can. Toda la mesa exploto de risa, risa que escapó por la puerta con detalles artísticos y escapo por la calle que era lo que los unía desde un principio, para aterrizar en el terreno baldío, y subir a la noche estrellada.

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