El movimiento inserto en la costumbre misma del viajero se vuelve inerte en el reposo calmo, en la fugaz pausa, el momento exacto. El saco donde descansan los pesares diurnos se transforman en sueños y la vida pasa por un instante que siempre parece demasiado corto. Relatos afloran junto el alba con olor a café, a te, a tostadas y mate. Raciones de marcha se ajustan al cinto y el peso del viaje, cada vez más liviano, se posa entre la nuca y la espalda para ser cargada hasta el próximo remanso. La brisa se roba mi gorra y una gaviota dirige el rumbo hacia la costa. Carreteras y transbordadores.
El cansancio que antes parecía general, ahora solo es estela del hambre que habita en los corazones, la curiosidad en las sonrisas, el horizonte en las miradas. Las pupilas como brújulas apuntando hacia adelante, al sur eterno y desconocido, misterioso e indómito. El calor tibio contrasta con la fría brisa que nos acompaña mientras atravesamos el mar abierto, intentando mantener la costa a la vista con los ojos entrecerrados tras celdas de largas pestañas. La vibración, propia de una embarcación ronrroneante, relaja los músculos hasta el nirvana, calmando el tiempo y dándole una merecida pausa a una planificación que se desarrolla sobre la marcha. De aquí en adelante nadie tiene muy claro donde vamos.
Para llegar rápido, viaja solo, liviano, a paso veloz y certero; pero para llegar lejos se precisa compañía amena, conversaciones largas, palabras honestas y un animo contagioso. Cuando los tobillos se hacen sentir, el agua escasea, la ruta se difumina y los minutos se hacen eternos, son las carcajadas, los relatos, las preguntas aparentemente estúpidas las que nos rescatan de los problemas pasajeros, propios de estas instancias donde la comodidad de la sociedad de concreto es removida de manera voluntaria.
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