Es tarde y hace frío. La soledad me abraza como el único abrigo que tengo, además de un tibio recuerdo de lo que era mirar a esa persona mientras se quedaba dormida en el asiendo del copiloto, acompañándome desde su inconsciente en una breve travesía al mar, a la arena, a la brisa, a la paz propia que produce aquel conjunto. Es demasiado tarde ya, y hace mucho, mucho frío. Las estrellas, instaladas en el firmamento, juegan a emparejarse y formar figuras, como burlándose de que mi única compañía fuera una luna que me miraba lastimeramente. Yo también la miro de la con estos ojos agarrotados de tanto buscar y noto que de ella escurre un delgado río que cae sobre mi cabeza.
Como una lagrima eterna, los pesares lunares recayeron en mis hombros fatigados, agotados por cargar con esa mochila que mi cabeza no deja ir. El ruido de la noche perdió la voz y las estrellas que iluminaban mi camino fueron escondiéndose tras los velos grises de algodón y agua. El río de lágrimas seguía cayendo sobre mi cabeza y ahora eran las nubes las que me acompañaban en el largo trecho que faltaba para llegar. Un aullido canino sonó agudo, lejano, y mi corazón respondió con un susurro. La luna se perdió entre los nubarrones grises, como avergonzada de su intensidad, su pasión, avergonzada de ser diferente a las estrellas. Me pregunto si se sentirá sola sin mi compañía, así como yo añoro tanto la suya.
Buscando un poco de calor, abrí mi pecho con el puñal que me atravesaba la espalda y de adentro solo salió humo, olor a trapos quemados, un destello apagado. Miré al cielo noctambulo y entre las cortinas grises pude ver a la luna escandalizada, llorando. No lloraba por estar sola, ni por tu ausencia, ni por la mía. Tampoco por el fuego entre mis costillas, la herida en mi espalda o la pesada mochila que llevo a todas partes. Las lágrimas que derramaba eran por no saberse brillante, por no poder bailar sola, por buscar las estrellas y añorar su fulgor, sin saber que ella es la luz más brillante, la dueña de la noche, única guía en la penumbra nocturna para quienes pernoctamos de día para vagar de noche. La luna lloraba por no quererse.
Tanta pena, tanto dolor, el verse a un lago espejado y aborrecer su reflejo, distorsionado por su propia concepción de la realidad, por su visión viciada. La entiendo tanto, como quien se rodea de sombras en búsqueda de alguna compañía, para terminar sintiéndome más sólo de lo que estaba antes. No hay peor soledad que la compartida, esa que te alieniza, te hace sentir un extranjero, un inadaptado. Camus tenía tanta, pero tanta razón. A veces, nos falta estar un poco más solos, apartarnos, respirar profundo y confiar en que estaremos bien, en que yo estaré bien y no necesito a nadie para estarlo. Tal vez la luna no puede vivir con la soledad y no soporta que las nubes la separen de la tierra que ella tanto añora. O tal vez ella llora por que entiende que, tarde o temprano, ella será su única compañía. ¿Por qué más podría llorar la luna?
No hay comentarios:
Publicar un comentario