Caminaba mirando hacia todos lados, los escaparates de Champs Elysee eran demasiado atractivos como para solo dejarlos estar allí, sin ser contemplados. Suena a lo lejos una interpretación de La vie en rose de Edith Piaf. Su abrigo largo color crema saludaba al viento mientras su bufanda carmesí hacía juego con su boina. Las calles de París eran el camino que ella recorría sin pedirle permiso a nadie, reflejo fiel de su independencia y enérgica actitud. Su seguro caminar se vio interrumpido por un vendaval que logró arrebatarle ella bufanda y dejarla a la merced del viento, que jugaba con ella mientras el accesorio caía directo al suelo. El trayecto se vio interrumpido por una mano veloz, que agarró la bufanda antes de que cayera al suelo. Así fue como conoció a Jean Baptiste.
Jean Baptiste le devolvió la bufanda y con una sonrisa oportuna le pregunto si quería acompañarlo a tomar un café. Ella no se haría de rogar, estaba en París, un alto y apuesto francés le estaba invitando un café al costado de los Champs Elysee, con vista al Arco del Triunfo. La vida a veces llega a ser tan amable. Él era oriundo de Montpellier, pero vivía en París hace ya varios años, había estudiado business en la Universidad de París, pero su verdadera pasión era el violín, que practicaba desde pequeño en un conservatorio, de cual huyó para desarrollar un estilo más callejero, un poco más noir, como decía el. Ahora tocaba en una pequeña orquesta local y disfrutaba los días trabajando en un mercado aledaño a la sala de ensayos.
De café y la conversación nació una invitación a ver una obra onírica interpretativa, una función donde un gran amigo de JB actuaría. Ella no tenía ningún plan más allá del vuelo a Praga que tenía programado para mañana al medio día, por lo que decidió acompañarlo. Llegaron a un pequeño teatro, oscuro y con mesas redondas donde gente con boina y cigarros contemplados presuntuosamente el actuar de quienes dejaban la vida sobre el escenario. JB aprovechaba cada silencio para colgar un comentario y servir un poco más de vino, nada muy elegante pero si acogedor. Ya en el último acto, aparece el amigo de JB, Antoine, y ella ve como posa su mirada en su mesa, sonríe levemente y ella logró captar que entre ambos nacía una leve complicidad.
Terminada la obra, luego de un extenso monólogo existencial contemplativo, JB la llevó tras bambalinas, donde le presentó a Antoine. El era menos delgado que JB, un poco más alto y tenía cara de simpático, de buena persona si se puede decir algo así. Acto seguido, él los invita a ambos a comer y tomar algo en un bar cerca, que resultaba ser del mismo dueño que el teatro y por eso le daban un gran servicio. JB se excusó inmediatamente, tenía ensayo temprano y debía afinar su técnica si quería llegar a ser primer violín. Luego de esto, las miradas se posaron en ella, quien solo pudo pensar en una sola frase: C’est la vie.
Caminó junto con Antoine hacia el bar que quedaba a breves pasos del teatro, y en el camino sintió como, delicadamente, él la tomó del brazo, de una manera tan cariñosa que ella no pudo sino ruborizarse. No lo había notado hasta entonces, pero él era bastante guapo, con su mandíbula marcada, el pelo negro rizado y ojos de un color que no terminaba de ser verde antes de volverse café. Al entrar al bar, todos, tanto clientes como quienes trabajaban allí, lo saludaron aireadamente, quien respondía con humildad y cierta vergüenza. Cruzó un par de palabras con un mozo y este los guió hacia la escalera, subieron todos y abrió una puerta de lo que era un salón privado. Armo una pequeña mesa en el balcón, sirvió un poco de vino y trajo algo de baguette para comer mientras pensaban que comer. Antes de que el mozo se fuera, Antoine le pregunto a ella que quería comer. Ella lo pensó un segundo, miró por el balcón, y mientras observaba las luces De la Torre Eiffel, dijo que quería Ratatouille. La respuesta dibujó una sonrisa en el rostro de Antoine y el hizo el pedido en un francés que sólo logró hacer que ella olvidara donde estaba por un minuto, perdiéndose entre las palabras y sus labios.
La comida fue exquisita, el ratatouille estaba a las alturas de las expectativas y el vino lo acompañaba de gran manera. Antoine habló largo y tendido sobre la poesía, el teatro y como todo sucede por algo. De pronto un silencio se apoderó de la mesa y ella no pudo evitar volar por un segundo a través del cielo parisino, contemplando la imponente Torre Eiffel, el bellísimo Sacre Coeur, el increíble Montmartre, pero antes de darse cuenta, él había posado la mano sobre la suya, tímidamente. No sabiendo bien que pensar, lo miró fijamente a los ojos mientras observaba como toda la confianza, la pasión, el ímpetu se había transformado en algo frágil y vulnerable, tan delicado como la porcelana. La vie en rose empezó a sonar de fondo y antes de decirle a Antoine todo lo que ella había sentido, despierta de un sueño que rogaba no terminara nunca. París lo había hecho de nuevo. Trató de volver a dormir y soñar con esos profundos ojos de Antoine, pero no hubo caso. Ce sera la vie que l’amour vit.
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