Los dedos sostienen con sutileza el lápiz
grafito que apoya su cabeza, cansada, sobre el prístino papel. La estela de su
movimiento es orquestada por los hábiles dedos, que manejan los hilos dibujando
la dinámica que se inmortaliza en el papel. El hilo carbonizado bosqueja sin
descanso las órdenes del impulso nervioso que dirige toda la situación desde el
silencio, desde la oscuridad más profunda. Curvas vertiginosas marcan la pausa
entre rectas histéricas. Todos los movimientos son certeros, la coordinación es
absoluta, la cordura se pierde entre cordeles de ceniza que dejan su huella
sobre el velo blanco que cubre parcialmente el escritorio que hace algún tiempo
atrás fue marrón. El tiempo ha dejado su marca sobre las vetas de la madera
recortada, ajustada, barnizada y pulida. Nada es para siempre.
Los movimientos veloces del lápiz, hipnotizado
por su propia danza, vueltas y vueltas, un pie adelante y luego el mismo pie
hacia atrás. La muñeca sostiene los dedos que mueven la batuta de tan particular
baile. Los músculos se contraen y relajan, la madera que cubre el núcleo de
grafito es comprimida en las tenazas de piel y hueso. Las yemas se posan sobre
la negra carcaza que cubre el alma del lápiz, saboreando con placer los
recovecos del mismo, la marca del paso del tiempo, del desgaste físico, del
agotamiento. Dentro del misterioso cuartel de donde provienen las órdenes se ha
determinado que el movimiento debe ser más errático, hostil, agresivo. Y así es
como los dedos apresuran sus movimientos, las articulaciones crujen al ser
sobreexigidas y la cabeza del lápiz fricciona contra el papel de manera tal que
una pequeña humareda escapa a su paso, junto con la huella eterna de su estela.
Cada segundo que pasa los movimientos son más
violentos. Lo que antes era una curva ahora es una esquina, las gráciles rectas
dieron paso a líneas serpenteantes, enfermas de párkinson. Los dedos pierden el
control de su orquesta, la batuta se quiebra en el aire y los hilos se cortan,
uno a uno, hasta que el lápiz deja de ser un obelisco danzante y pasa a ser
solo un lápiz. Nada más que un lápiz, muerto por la falta de movimiento. La
mano se crispa, enfurecida, los dedos se contraen con fuerza y los nudillos
presionan la piel hasta el punto que esta podría ser completamente desgarrada.
El antebrazo está tenso, contraído, dolorosamente acalambrado. Desde el salón
más alto de la torre más alta solo provienen órdenes contradictorias que no
tienen ni ton ni son. Todo es caos. La mano se extiende, dejando ver una palma
sucia por todo el carboncillo y los residuos de la danza que antes había tenido
lugar, y se posa sobre el papel garabateado. Rápidamente, una contracción de la
misma mano arrastra el velo no tan blanco hasta formar una bola de papel
asimétrica, horrible, antiestética. Y con un solo movimiento del brazo, este
velo, antes protegido bajo el cuidado del lápiz protector, es lanzado por los
aires para caer sobre el sucio suelo, lejos del desgastado escritorio.
"¡Carajo!
Nunca pensé que fuera tan difícil aprender a escribir"
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