domingo, 19 de marzo de 2017

La Caprichosa

Un futbolista es una persona destinada a alterar nuestras emociones. Juegan un deporte donde todos dicen que dependen de su talento, pero a la hora de la verdad, solo la suerte define si el disparo golpea en el palo y entra o se va hacia afuera. Son seres humanos, y como seres humanos que son fallan, caen, lloran y son derrotados. Pero también son dioses cuando ganan, golean, maravillan y deslumbran. Un sombrero de vez en cuando, la mágica elástica, una ruleta donde el balón se pierde en un nudo de pies.

El fútbol de por sí es un deporte traicionero, no tanto por las reglas o el nunca bien ponderado arbitraje, sino por la hinchada. El fanático, el hooligan, golpea su cabeza contra los asientos de plástico que cubren las inmediaciones del estadio. Forofos desaforados, gritando "gol" cuando la pelota aún no se despega del botín de su mejor jugador. Desesperados.

Tal vez tenga mucho de política, porque cuando las cosas van bien, no hay quien separe a su equipo de la hinchada, pero cuando el debacle aterriza sobre el césped, los abucheos empiezan a aparecer, algunos traicioneros gritan "ole" cuando el otro equipo tiene la pelota, en un desesperado intento de mostrar su descontento. 

Entre los jugadores y la hinchada siempre aparece la directiva, el cuerpo administrativo, la cabeza invisible de la que todos están informados, el cerebro omnipresente que manipula los técnicos y fichajes según la economía, y no según al fútbol. Este triángulo afectivo es a veces, cuando se suma el director técnico, un cuadrilátero del cual solo uno puede salir en pie.

El jugador desprende el balón de cuero de sus zapatillas multicromáticas en una volea perfecta, un gesto técnico artístico, y la esférica recorre el aire buscando que las pupilas dilatadas de la hinchada se transforme en un grito unísono proveniente de las tres gargantas que conforman el club. El portero se extiende y estira el brazo, intentando despejar la esperanza rival con una actuación memorable. El brazo contrario al palo donde  se dirige el balón acecha la trayectoria del cuero mismo. Todos los ojos se posan en donde solo los protagonistas saben que se generará la colisión ideológica que se ha generado en el 3 minuto agregado del segundo tiempo. No vuela una mosca y el silencio es funerario.


Los dedos del portero se encogen y parecen diminutos mientras el balón pasa por sobre ellos. Se levanta el estadio y el sonido del horizontal hace eco en todos los sectores del estadio. El balón se eleva, divertido, y salta por sobre el travesaño. Se escuchan gritos de alivio y gente gritando desesperada. En un solo minuto se rompieron algunos corazones y otras tantas gargantas. El héroe y el villano ya quedaron definidos para siempre. El balón rebota travieso tras el pórtico y cesa su movimiento al mismo tiempo que un lejano silbato suena tres veces y pone en perspectiva los noventa y cuatro minutos que acaban de pasar. En el fútbol juegan veintidós seres humanos, pero ninguno de ellos puede hacer nada cuando la pelota sale del terreno de juego. No por nada le dicen la caprichosa.

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