Como una broma de mal gusto, o una sátira de la realidad, a veces la vida presenta situaciones inverosímiles, aleatorias, causando monzones de emociones que empapan el alma de quienes llevan a cuesta una memoria abrumada. A veces no es la vida, sino uno mismo, el que permite que broten estas situaciones. Es que hay veces, y vaya que las hay, en que uno gatilla su propia ansiedad por no saber medir las consecuencias de sus actos. Tomar una piña como si fuera una manzana.
Puede ser tras una cerveza o un helado, en una banca, una escalera o en un departamento escondido entre los verticales obeliscos que se codean con árboles y avenidas. A pie, en dos, cuatro y hasta ocho ruedas. De día y de noche. Si cae el sol engullido por su propio calor, si se alza una luna chismosa, llena de cahuín y murmullo. El silencio solo es de los muertos. A veces, ni siquiera.
Tanto trabalenguas, tanto recuerdo antiguo, historias de ayeres, de meses, días y años. Detrás de tantos como están y cómo van, hay siempre un por que por detrás. Puede ser solo una sonrisa extraviada en un sur eterno, dentro de un lago o sobre un camino de tierra. Un silencio cómodo entre tanto ruido forzado. No cantaba ningún pájaro, y eso me llamó la atención.
Al final, lo que queda es lo aprendido en el camino, la velocidad en que la vida transcurre en experiencias, más no en tiempo. Como si la inercia del pensar, del meditar sobre el ayer, fuese el único motor necesario para avanzar. La relatividad del tiempo, tan manoseada, se traduce en que en solo un instante podemos llegar a darnos cuenta de donde proviene una vida de mecanismos, artilugios, artificios. La mente es un lugar oscuro, enclaustrado. Pero una vez la llave gira un par de veces, la luz impregna todo y epifanías se elevan como si habláramos de mariposas. La vida es movimiento.
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