El viento vertiginoso golpea mi cara de manera
brutal. Mis ropas son despedidas por los aires y solo mi cuerpo es capaz de
detener su vuelo. La brisa murmura un grito lleno de adrenalina y mis oídos
sordos son penetrados por la inamovible voluntad del Sur.
A lo lejos escucho el crepitar de las furiosas
olas nacidas de la nada, hijas de la inclemencia y esclavas del rigor. Galopan
sobre la superficie del lago, dispuestas a volcar cada embarcación a su paso.
El tiempo solo las empuja en dirección sur, presagiando ira y tormenta. La vida
de cada ola es extinguida por la costa y su ímpetu es muerto por la arena. El
sol, fiel testigo del fenómeno, se limita a documentar en su memoria los
sucesos ocurridos.
La tormenta anunciada no fue más que un mero
engaño, una travesura, una ilusión. La carcajada de la naturaleza hace eco
entre el bosque y me alcanza con toda la fuerza del mundo. Los árboles se mecen
tranquilos en una cuna fabricada con fragmentos de viento. En el cabezal, el
viento norte advirtiendo una tormenta que no vendrá, y a los pies la mirada
divertida del sol, quien, como buen padrino, cuida los longevos troncos que se
izan como rascacielos dispuestos a perforar el paño del día.
El sur como escenario perfecto y la bahía apartada
de los estragos del puelche. Un perro a mis pies y la brisa de frente. Este es
el sur, este es mi hogar.
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