Déjenme refrescarles la memoria. Esto debe
haber sido hace sesenta años, cuando éramos unos veinteañeros revoltosos y que
nos creíamos dueños del mundo. Fuimos con Dino a comer a este restaurant que no
logro recordar el nombre. ¿Te acuerdas de cuál hablo? Se que sabes, anda dime.
¡Ese que queda en Tobalaba, pues! Elegantón y armado de madera por lo que
recuerdo, terraza basta y con vista a la calle. Las calles en ese entonces eran
casi todas de adoquines y los autos eran la excepción que se permitían los
ricos. Yo tenía uno, claro.
¿Dino, recuérdame otra vez en que estaba? A
si, el restaurante. Bueno estábamos ahí comiendo y tomando hasta que me doy
cuenta que en la mesa de al frente habían dos parejas, más menos de la misma
edad, y que una de las jóvenes era estupenda. Realmente bonita. Y yo que era
rey de la calle y medio bruto, no encontré nada mejor que decirle a la señorita
todo lo linda que la encontraba. A la pareja, por supuesto, no le pareció nada
el comentario y me dijo que era un imbécil, un hijo de puta y que me quedara
callado. La verdad yo nunca he sido de partir las peleas, por cierto que nunca
lo fui, pero cuando me buscaban, yo saltaba antes de que me terminaran de
insultar. Además, con la madre de uno no se juega. Dino, en todo caso, era más
de armar alboroto, le gustaba el jaleo y el espectáculo, pero siempre me dejaba
a mi para que le resolviera el cuento. Siempre fui de porte importante,
entenderás que no le tenía miedo a nada y las manos me acompañaban en el baile,
si saben a qué me refiero.
De cualquier forma, el cuento es que me paro
para aclarar el asunto con el tipejo aquel, cuándo en el camino me intercepta
un sujeto y me dice que mejor olvide el tema, que era compañero de oficina del
cretino ese y si habían golpes, él y toda su mesa tendrían que meterse a
inclinar la cancha. Y bueno, seré caliente de cabeza y medio bruto, pero no
tonto. Cuando los cuerpos son dos contra siete, es mejor no aventurarse, por
mucho que el resultado de esa historia termine en una ecatombe con un final
épico. Seamos sensatos, hay que elegir las peleas. Dicho y hecho, nos olvidamos
del asunto y terminamos la comida.
¿Me vas a creer tu que cuando ya estábamos
andando arriba el auto, Dino al volante, pasamos al lado de las dos parejas?
Este sujeto que tengo a mi lado, y que desafortunadamente es la constante en
todas mis historias, no encontró nada mejor que frenar el auto en seco y
decirme que me baje. Y este cabezota que viste y calza consideró que era una
buena idea. Pero en el minuto en que mis pies se posaron en los adoquines de Tobalaba,
este imbécil le pone reversa al auto y me lleva a mi junto la puerta.
¿Entenderás que este cuerpo en movimiento es como una furgoneta, no? Y no
encontré nada mejor que abrir mis brazos cuando ya nos cruzábamos con los dos
caballeros de las respectivas parejas, asestarle al primero un izquierdazo a la
mandíbula y al segundo empalmarle la diestra empuñada a la altura de la
mejilla. Inevitablemente quedaron ambos tumbados por la inercia y yo me subí
raudo y veloz al auto antes de que se armara trifulca. Todo por culpa de este
enano chico que llamo amigo mío.
Tenía un amigo que contaba esta historia mucho
mejor que yo en realidad. Javier era un maestro del relato. Le metía suspenso y
manejaba el público casi tan bien como se manejaba en una pelea. Era divertido
el rubio ese. Se enteró de todo por qué él estaba en la terraza y vio testo
como una película salida de Hollywood. Pobre Javier. El tipo era duro como el
solo y bueno para encontrar trifulca donde no la había. Te diría que si lo
encerrabas solo en una pieza, se terminaba armando una pelea igual. Bueno, el
cuento es que se agarro a combos con un cubano y le quebró la mandíbula. Al pobre
Javier lo fueron a buscar a su casa y cuando abrió la puerta le pusieron un
balazo en el estomago. Pobre, ni supo que le pasó. Que descanse en Paz. Que
descanse en Paz. Pobre...
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