Esta es una historia extraña, se mire por donde se mire. Es extravangante no tanto por sus personajes, pintorescos por lo demás, aunque el comentario venga de cerca. No, está historia es llamativa porque se trata de nada mas ni nada menos de dos tórtolas que probablemente jamás se deberían haber conocido. No lo digo yo, sino ellas. Y repetidamente, para más remate. Esta es la historia de Andrea y Elisa, dos chicas que no querían estar juntas.
Se conocieron en tinder, y creo que era primavera. Ambas profesoras, ninguna de las dos por profesion. Más bien había sido la vida la que en sus vuelcos extravagantes las había arrastrado, a regañadientes por cierto, a la pedagogía. Y ahí sería donde encontrarían su pasión. Claro que si al día de hoy le preguntas a alguna de ellas si les gusta lo que hacen, buscarán alguna excusa para decir que no, pero todos sabemos que en lo más profundo, disfrutan compartir con niños y niñas, y crecer junto a ellos. Pero bueno, más rápido se pilla a un mentiroso que a un ladrón, dicen por ahí.
Un día, de noche, probablemente un domingo, coincidieron en tinder, y ambas hicieron el leve gesto hacia la derecha. Elisa tenía fotos en la playa y otras vestida de gala, siempre sonriendo. Andrea era más alternativa, jugaba con fotos movidas, ángulos extraños y alguna imagen perdida en un cerro. Ambas se encontraron bonitas e interesantes, cada una muy distinta a lo que la otra creía que le gustaba. Hicieron el típico cortejo de esas aplicaciones: hablaron un poco, luego pasaron a Instagram, whatsapp, y al final salieron a tomar algo. Las cosas se dieron y empezaron a salir. Pero algo muy particular se dijeron ambas desde el primer día: ninguna quería algo serio.
Entre salida y salida, sabían que se gustaban, pero no lo decían. Se tomaban de la mano, paseaban juntas, hasta conocieron a sus familias. Pero no hablaban del tema. Una noche, tomadas de la mano, soltaron al unísono que estuvieron pensando sobre el tema. Hablaron un poco, entre neblinas de palabras brumosas y conceptos poco claros, se dieron a entender mutuamente que en verdad no querían comprometerse, y que les asustaba a donde estaban yendo.
Esta conversación tuvo de todo, desde palabras fuertes hasta lagrimones, cariños en las manos y abrazos. Al fin y al cabo tomaron una decisión, y donde les digo que, en mi humilde opinión, radica todo lo inusual de esta situación: estarían juntas hasta el 11 de noviembre, y desde entonces harían como si la otra no existiera. No quedaría rastro alguno, ni fotos, ni poleras perdidas, regalos ni nada. Sus vidas quedarían tal como antes de conocerse.
Y así las cosas, pasaron un par de meses increíbles, haciendo todo eso que nunca quisieron, eso que siempre dijeron que no harían. Comían con sus familias, viajaron fuera de Santiago, tuvieron matrimonios, fiestas, paseos, conversaciones y noches juntas. Se querían, aunque no lo dijeran. Y se querían también cuando lo decían. Con el tiempo ambas se dieron cuenta que el compromiso era algo que les asustaba, pero que en realidad, podía ser no tan malo. Cada una llegaba a la misma conclusión, por separado, sin hablarlo nunca.
Así las cosas, llegó el 10 de noviembre, la noche más larga de los últimos 2 meses. Pasaron juntas todo el día, se aprovecharon la una a la otra, en cuerpo y alma, sabiendo que no habría un mañana, ambas esperando que la otra pusiera pausa a la incertidumbre, diera el paso y abriera esa puerta cerrada bajo llave. Ninguna de las dos lo hizo. Dieron las doce, y nunca más supieron la una de la otra.
Las fotos se quemaron o fueron guardadas, los regalos y detalles, escondidos en la acera. Los recuerdos son tabúes y las memorias nada más que pensamientos intrusivos que de cada tanto en tanto tocan la ventana. Y la vida de ambas siguió, como si nunca hubiera pasado nada. Excepto las memorias que se reflejaban en las lágrimas que escapaban como rocio en la madrugada.
Así es la historia de dos personas que se juraron amor eterno sin palabras, y por hablar sin decir nada, nunca más existieron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario